Alguien dijo que no importaba la cantidad de páginas que conformara un libro, ya fueran treinta, cincuenta o cien, eso no era lo relevante, lo que realmente hacía interesante a ese libro, era lo que tenía que decir en su interior.
-Este libro ya se cicló. Se decía a si misma, mientras al escuchar esas palabras, hurgaba en sus recuerdos, esa vida ya la había vivido innumerables ocasiones.
Como aquella noche de hace diez años, habían tomado y era hora marcharse a casa, al menos eso era lo que Mía quería. Aunque cerca, Maya no podía llevarle, así que alguien se ofreció a darle un aventón.
Mía, sucedió como suceden las cosas inexplicables, espontánea, entró sin llamar a la puerta y se instaló. Lo que pasó después, es una interminable lista de primeras veces, de últimas veces que resultaban no serlo, de cosas que “no debo, no quiero, no se me da la gana hacer”. Un círculo vicioso que no termina nunca, como un bucle repetitivo que nunca cesa. Mía aparecía y desaparecía a voluntad en su vida como un truco de magia. Aparecía y al segundo siguiente ya no estaba.
Después de unas horas el resto se marchó, subieron a los autos y al dar vuelta en una de las calles vio el auto estacionado a la orilla, alguien aun no la llevaba a casa y ambas se encontraban dentro. No es necesario describir lo que sucedía, porque aunque solo se encontraban platicando, iba mucho más allá que eso. Con ello vinieron las llamadas, los mensajes, las visitas, las salidas, las mentiras, las historias que todo el tiempo se inventaba. Transcurría el tiempo y se repetía el mismo patrón, diferentes personas, pero todo era siempre igual.
El tiempo pasó, como transcurre la vida, sus caminos se separaban y se volvían a reencontrar, como una broma pesada del destino. Ella era el amor de todas sus vidas, su pecado, su castigo, su pena, su agonía. Su desgracia perpetua.
-¿Que harás hoy?
-Estaré con mi madre. Respondió ella.
Horas más tarde se publicaba una fotografía y su madre no estaba en ella.
Podía sentir la lejanía aun teniéndola frente a ella, cesaron los mensajes a cualquier hora y con cualquier pretexto, y en su lugar notaba como le sonreía a la pantalla de su móvil en lugar que a ella, como hacía oídos sordos a cualquier cosa que le dijera y pareciera ser indiferente a sus palabras. Maya evitaba preguntar, tenía miedo de ella y de cualquier respuesta.
Sonó el teléfono, Mía contestó, sonrío, se despidió y se fue.
Era el mismo alguien de hace tiempo atrás.
Comments